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03 noviembre 2020

DESPUES DE CAMPILLOS. UN EXTRAÑO CUENTO DE NAVIDAD

Muy pocas personas conocen esta historia. Rafa, Jerónimo, algún que otro compañero del colegio tal vez…. Y lo cierto es que nunca hubiera imaginado que acabaría escribiéndola. Lo que os voy a relatar fue algo que me ocasionó tal desconcierto que supongo que, de forma inconsciente, decidí enterrarlo en lo más profundo de la memoria. O dicho de otra forma menos rebuscada, simplemente decidí olvidarlo.

El prólogo de lo que os voy a contar se sitúa entre 1978 y 1980. Tercero de BUP o COU. Había un chaval en el colegio por el cual, aun sin ser un amigo de los más íntimos, sentía cierto aprecio. Nos hicimos amigos porque compartíamos una afición: la de pintar y coleccionar soldaditos en miniatura. Coincidimos en uno de aquellos interminables estudios de castigados de los sábados, uno sentado al lado del otro, y en un momento dado uno de nosotros – no recuerdo ya cuál de los dos- sacó una revista sobre miniaturismo (Military Modelling). Y ahí comenzó todo. De cuando en cuando charlábamos sobre nuestro hobby, nos intercambiábamos revistas, fotos, etc. Con una afición tan poco común era bonito tener a alguien con quien hablar del tema aunque fuera de tarde en tarde.

Este chico (me avergüenza reconocer que ya no recuerdo su nombre) aparte del tema de los soldaditos tenía otra afición que desde luego no compartíamos; la del hachís. El muy hijo puta fumaba porros casi compulsivamente. Yo tenía algunos amigos así. Recuerdo a dos de ellos (con quienes sigo manteniendo el contacto y la amistad) que se levantaban a las cinco de la mañana para poder colocarse sin que les dieran mucho el coñazo. Aclaro que ni lo critico ni lo censuro, no me gustan las historias con moralina. Yo no era ni mejor ni peor que ellos por el hecho de no fumar porros. Simplemente las cosas eran como eran.

Había mucha gente en el colegio que consumía hachís. La mayor parte de ellos eran chavales normales que vivían y dejaban vivir. Iban a lo suyo y no se metían con nadie. Pero siempre había excepciones. Recuerdo que en COU tuve un encontronazo con un elemento que más que consumir se dedicaba a traficar en el colegio. Fue una cosa de adolescentes, sin más trascendencia, pero lo pasé bastante mal. Tal vez algún día escriba sobre ello. Lo cierto que este amiguete de los soldaditos me aconsejó muy bien porque conocía al individuo en cuestión y conseguí salir bastante airoso de la situación que quedó en el olvido. Lo que no olvidé fueron los consejos de este chaval que me ayudaron en el apuro y reforzaron mi simpatía hacia él. Aquel fue mi último curso en Campillos.

Diciembre de 1990, DIEZ AÑOS DESPUES.

Había pasado la mayor parte del año en una línea regular que iba de Barcelona a Canarias. Zarpando de Barcelona hacíamos escala en Valencia, a veces también Alicante, Arrecife, Las Palmas y Santa Cruz de Tenerife. Sin duda las escalas que más disfrutaba eran las de Barcelona y Valencia que eran los puertos en los que se cargaba la mayor parte de la mercancía para Canarias. El primer oficial, que era canarión, se ocupaba de las guardias en esos dos puertos y yo hacía lo propio en los puertos insulares, así el hombre podía irse a su casa con la familia durante unas horas. Bajábamos hacia las islas cargados de contenedores con materiales de construcción, manufacturas diversas, naranjas y verduras y subíamos a la península desde Canarias con el barco cargado hasta las trancas de plátanos.

Aquellas escalas en Barcelona, Valencia, Almería, Alicante, Melilla o Santander constituyen algunos de los más gratos recuerdos del tiempo que pasé en la marina mercante. Atracábamos a primera hora de la mañana en el puerto y tras la maniobra tenía todo el día libre para perderme por las calles de aquellas ciudades que iba conociendo poco a poco, escala tras escala y de las que me iba enamorando. Yo era muy joven, en el año 1990 tenía 28 años, y como tal tenía muchas ganas de conocer mundo, conocer gente nueva y aunque suene a tópico, vivir nuevas experiencias. En ese sentido la marina mercante era un medio ideal para realizar mis sueños. Viajabas gratis, estabas cada día o cada pocos días en una ciudad distinta y encima te pagaban. Y te pagaban bien además; en aquella época todavía se ganaba dinero en los barcos lo que me permitía darme algunos caprichos cuando desembarcaba.

De todas aquellas ciudades guardo un especial cariño por Valencia, ciudad en la que tengo grandes amigos. Incluso una de mis hermanas nació en Valencia durante el año en el que mi padre estuvo allí destinado. Me encantaba visitar el mercado, ver los productos de la huerta, y los pescados de agua dulce que allí se vendían, patear sus calles bulliciosas y pasar horas sentado en las terrazas de las cafeterías y bares fumando pitillo tras pitillo y observando a aquellos personajes levantinos que tanto me llamaban la atención. Entre otras cosas, el conocimiento y observación de aquellas personas me hizo comprender que si bien catalanes, levantinos murcianos y andaluces somos muy distintos en costumbres, habla y otros aspectos superficiales, tenemos algo que nos une e iguala por mucho que a los políticos nacionalistas les moleste: somos mediterráneos y llevamos la impronta del viejo mare nostrum en nuestra sangre.

Recuerdo que fue en Valencia, en la calle Ruzafa concretamente, donde se desarrollaron los hechos que me llevaron a escribir este pequeño relato. No sé a vosotros, pero a mí desde muy joven me ha gustado observar a los mendigos y vagabundos. Creo que son personajes realmente interesantes y de los cuales, simplemente observándolos, se puede aprender mucho sobre la vida. ¿Recordáis los campilleros a aquél que había en la estación de Bobadilla disfrazado de ferroviario y que siempre saluda a los trenes? No se me olvidará nunca. En Valencia, había un mendigo en la calle Ruzafa que me llamaba mucho la atención por un extraño gesto que hacía cada vez que me veía. Cuando yo lo divisaba a lo lejos, sentado en unos cartones junto a un portal, se mantenía erguido y parecía dirigirse a los transeúntes pidiendo una limosna o una ayuda pero cuando me veía acercarme se encogía de hombros y apartaba la mirada fijándola en el suelo. Era extremadamente delgado, huesudo, sucio y astroso. Llevaba una descuidada barba y parecía alguien muy joven aunque al no poder verle la cara de forma clara no lo hubiera podido afirmar con seguridad. Sus ropas, su aspecto y lo frágil que parecía me indicaban que probablemente era un yonqui de aquellos que en los años 90 poblaban las esquinas de las calles céntricas de nuestras ciudades y que poco a poco la vida, o mejor dicho la muerte, los ha ido haciendo desaparecer.

Debió ser en la última semana de noviembre de 1990 cuando le pude ver la cara a aquella persona durante un fugaz instante. El muchacho no se encontraba en el lugar en el que habitualmente estaba sentado. Estaba al otro lado de la calle, en una esquina desde la que supongo tenía peor visibilidad porque llegué casi hasta donde se encontraba y todavía tenía la cabeza erguida. La giró, me miró y enseguida encogió los hombros y ocultó el rostro mirando hacia el suelo. Durante aquel instante pude ver unos ojos inexpresivos, opacos, perdidos en unas profundas ojeras oscuras. Parecía un muerto en vida. Seguí mi camino un tanto perplejo por la violencia de la reacción de aquel sujeto. Daba la impresión de o bien me tenía miedo o de que por alguna razón que se me escapaba quería ocultarse de mi.

Zarpamos de Valencia aquella tarde y entré de guardia en el puente de mando a las 12 de la noche. Yo estaba enrolado como segundo oficial y me tocaba la guardia más tranquila, y tal vez la más cómoda, la de 12 de la noche a cuatro de la mañana. Llevaba de timonel a un viejo marinero gallego, callado y muy fiable con el que había hecho buenas migas. Tras relevar al capitán en el puente, comprobar la posición del barco y echar un vistazo al radar y demás instrumentos de navegación salí al alerón de babor. Hacía una preciosa noche de otoño. El mar estaba como un plato y era un placer sentir la brisa del mediterráneo en la cara mientras el barco avanzaba en la noche navegando hacia el sur. Llevaba todo el día dándole vueltas en la cabeza al extraño encuentro que había tenido en la calle Ruzafa de Valencia. Había algo tras aquellos ojos opacos e inexpresivos, casi muertos, que hacía que no me los pudiera quitar de la cabeza. Cuanto más reflexionaba sobre la cuestión más convencido estaba de que me resultaban familiares aquel rostro, aquella mirada.

Y como casi siempre sucede, no caí hasta varios días después. Como alguno de vosotros ya se habrá imaginado, aquel desgraciado no era otro que mi viejo amigo de Campillos, el chaval de los soldaditos y de los porros. Estaba muy cambiado, prematuramente envejecido supongo que por las drogas y por la mala vida que llevan aparejada. Pero sin duda era la misma persona. No os podéis imaginar mi zozobra. Dudaba entre si acercarme a él en la próxima escala en Valencia o hacer como si no lo hubiera reconocido. O simplemente no volver a pasar más por la calle Ruzafa. Lo cierto es que estaba hecho un verdadero lío. El rechazo que mi antiguo compañero de colegio había mostrado hacia mí, el no querer que lo reconociera, me prevenía de intentar cualquier tipo de contacto. Pero por otro lado el buen recuerdo que guardaba de él y el hecho de que hubiéramos sido amigos en el colegio hacían que ideara diversas formas de intentar un acercamiento y así poder ayudarlo.

Y al final lo hice. En la siguiente escala en Valencia, mediados de diciembre, los días previos a la navidad, fui hasta la calle Ruzafa. No tenía muy claro lo que iba a hacer, simplemente pretendía decirle que lo había reconocido y ofrecerme a ayudarlo en la medida de mis posibilidades. Qué estupidez y que gran error. El chico seguía allí, sentado sobre aquellos cartones con cuatro perras en un pequeño balde de plástico que había ante él. Cuando vio que me aproximaba por la calle hizo lo de siempre: encogerse de hombros y agachar la cabeza. Sin embargo, al percibir que en vez de pasar de largo me detenía ante él, mi antiguo compañero levantó la cabeza y me miro. No me atreví ni a abrir la boca. Nunca había visto tanta hostilidad en una mirada. Las dos frases que dijo fueron como dos mazazos que tardaron mucho tiempo en borrarse de mi memoria:

- Pasa de mí y tira para adelante.
Después bajo la cabeza de nuevo y como en un susurro añadió
- Por favor, no me avergüences.

Me hubiera gustado acabar este relato contándoos que, al igual que le pasó al viejo avaro Ebenezer Scrooge, celebramos una comilona con los amigos del barrio y que todo se arregló. Pero no fue así. Yo me marché, caminé calle abajo de vuelta al barco, a seguir con mi vida y el quedó allí tirado sobre aquellos cartones sucios y húmedos en el centro de Valencia. No os puedo decir mucho más. Tal vez para consolarme en aquellos primeros momentos pasó por mi cabeza la idea de que por mi juventud yo había sido muy ingenuo. Pero lo cierto es que hoy en día, a punto de cumplir 52 años, no tengo nada claro qué es lo que haría si la situación se repitiera.

Lo que sí recuerdo es que unos días después, volando desde Tenerife a Málaga ya de vacaciones, tuve un atisbo de esperanza al recordar aquella demoledora frase: “Por favor, no me avergüences”. Pensé que aquellas palabras eran probablemente la prueba de que en aquel ser machacado por la vida, aún quedaba una pizca de dignidad humana y tal vez esa dignidad habría hecho que mi antiguo amigo saliera del pozo en el que se encontraba.

No volví a Valencia hasta por lo menos 8 años después, a investigar la varada de un mercante. Aquella tarde, cuando terminé con el trabajo fui a la calle Ruzafa. No encontré allí a nadie conocido.

Ojalá que en estas fiestas os pasen toda clase de cosas buenas. Besos a las señoras y abrazos a los señores.

Fernando José García Echegoyen.
Navidad del año 2013

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