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31 octubre 2020

RELATO: UNA TUMBA EN EL ESTRECHO.


Únicamente los granos de arena de la playa, húmedos , pegajosos, y que se incrustaban con saña en su mejilla le mantenían unido a la realidad. Tirado bocabajo en aquella playa gaditana, casi inconsciente, dolorido, empapado y con las palmas de las manos en carne viva tras haber estado asido a las cabillas del timón durante más de veinte horas intentaba con toda su alma no salir de aquel bendito sopor que hacía que la terrible experiencia que acababa de vivir se mantuviera lejos, perdida y medio oculta por una neblina difusa e incierta.

¡El barco! – pensó estremeciéndose. ¡Mi barco! El recuerdo de su nave fue lo único que hizo que se incorporara, con infinito sufrimiento, y volviera la mirada hacia la rompiente, cien metros más allá del rebalaje. Y lo que vio hizo que deseara morirse. Estaba destrozada. Escorada noventa grados a estribor, con su costado apoyado sobre el fondo arenoso. El viejo pensó que el pantoque de la vieja fragata parecía el vientre hinchado de una gran ballena putrefacta. Se veía con claridad que faltaban trozos del entracado del casco por los que, de cuando en cuando, salían chorros de agua de mar a son del levante que rompía furioso, sin cesar contra la cubierta del que fuera su barco.

Mantuvo fija la mirada en la mar, en los restos de la que fue su fragata y en los grandes fardos de mercaderías que empujados por el viento flotaban cerca de la orilla. No quería desviar la mirada de aquel patético paisaje. Sabía que si miraba a su alrededor, en torno a él, podría encontrar los cuerpos sin vida de sus quince tripulantes yaciendo en la playa.

Estremeciéndose recordó que cuando saltó el levante debería haberse resguardado en el puerto de Málaga.
Estremeciéndose pensó que cuando se partió el mastelero de mesana y tuvieron que picar con las hachas sobre la tapa de regala la obencatura del mismo para largarlo por la borda debería haberse resguardado en Ceuta.

Estremeciéndose recordó que cuando los velachos de capa comenzaron a rifarse debería haberse refugiado en Tánger.
Estremeciéndose recordó que deseó la muerte con todas sus fuerzas, entre Trafalgar y Cabo Roche, cuando los guardines del timón saltaron hechos pedazos y la fragata sin gobierno comenzó a orzar atravesándose a la mar. En aquel terrible momento su segundo piloto, aquel pelirrojo canijo y enigmático comenzó a increparle gritándole:

¡Maldito cabrón egoísta! . ¿De verdad creías que iba a pasar con este temporal? ¡Nos has matado a todos! Lo único que has conseguido es una tumba en el Estrecho.

 

Fernando José García Echegoyen

 naufragios.es@gmail.com