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31 octubre 2020

LA MAR NO TIENE MEMORIA


Hoy, comiendo con unos queridos amigos en Marbella a la orilla del Mediterráneo, les he recordado lo que me decía un antiguo patrón del cabotaje, de aquellos que traían la sal de Torrevieja a bordo de candrays infectos que flotaban casi de milagro o de viejos pailebotes de velas raídas y siempre huérfanos de una última mano de pintura que competían con los grandes mercantones transportando sal, pacotilla y contrabando a lo largo de todo el litoral nacional.

Ramiro, ese era el nombre de aquel amigo cuyo rostro me desfigura ya el tiempo y que un cáncer de laringe hizo que largara amarras para zarpar en ese gran viaje del que nunca se regresa, me dijo una vez dándome una palmada en el brazo:
- Niño, el mar no tiene memoria. Esas cosas que los poetas escriben sobre el mar no son más que gilipolleces.
Apuró con una gran calada el pitillo que se había liado, echó el humo que, sin que él lo supiera, le estaba carcomiendo la garganta y con la mirada perdida en la inmensidad de la dársena del puerto de Málaga repitió mascullando:
- No, ese hijo de la gran puta no tiene memoria. El mar es como una casa de putas de las antiguas. De aquellas en las que te recibía la alcahueta diciéndote “¡pero dónde vas tú chaval, si todavía tienes cara de chamarín!” Aquellas casas de putas de casco antiguo de toda la vida que apestaban a guiso de coles o de lentejas y en las que te recibían siempre con alegría. Y en las que si un día dejabas de aparecer simplemente se olvidaban de ti. Ejercitaban el olvido como una obligación necesaria en el ejercicio de sus íntimas industrias.
Hoy me he acordado de mi viejo amigo Ramiro al ver la foto que ilustra este post. Es preciosa ¿verdad? ¿Podéis ver el noray que aparece solitario a popa del vapor protagonista de la escena? En ese mismo noray estaba sentado Ramiro cuando me contaba todas estas cosas. Mediados de los años 80. Yo entonces estaba haciendo prácticas en la Compañía Trasmediterránea y Ramiro era un carcamal, viejo de cojones, que vivía sus últimos días persiguiendo los tibios rayos de sol de primavera del Mediterráneo.

La foto está tomada probablemente antes de la Primera Guerra Mundial, en tiempos en los que se vivía mucho más despacio. Con escalas de larguísimos tiempos de plancha, de carros con caballerías que acarreaban las mercaderías, de abarrotes de pipas y bocoyes en las bodegas, de grúas manuales que se movían a lo largo de raíles paralelos al cantil del muelle, de novias en cada puerto, de fardos que desprendían el aroma del café, tabacos y especias. Por aquel tiempo Ramiro debía ser un pimpi, uno de aquellos pilluelos de muelle que hacían recados para los pasajeros que llegaban en los correos de ultramar. Un tiempo y unos personajes que se fueron para siempre, para no volver nunca. Gracias a esas viejas fotos nos queda la memoria y el recuerdo de aquellos muelles, de aquellas personas.

¿Memoria del mar? No, nunca. Son nuestros recuerdos congelados en papel, en celuloide, en los relatos que la tradición oral ha mantenido. El mar no tiene memoria. Ni nos conoce. Nunca os fiéis de él.