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31 octubre 2020

RANCHO DE INTERNADO. RECUERDOS DE INFANCIA Y ADOLESCENCIA EN CAMPILLOS.-


 

Os parecerá extraño pero desde Campillos, el aroma de las mandarinas, ese olor intenso,  ácido y algo picante que invade el comedor cuando pelas la fruta, es para mí signo de la llegada de la Navidad. Es en verdad algo mágico. En cuanto noto el olor de las mandarinas mi mente da un salto y veo  un inmenso comedor lleno de chavales parlanchines y gritones  que terminan su postre mientras  los rayos del tibio sol de noviembre se cuelan en el refectorio  por las enormes puertas que el jefe de estudios de guardia ha ordenado abrir para que vayamos saliendo en cuanto terminemos.  Miras hacia fuera y ves un intenso contraluz. Los rayos de sol desdibujan la visión del muro perimetral que constituye el límite exterior  del corredor que discurre paralelo a la nave en la que se encuentran las clases y en cuyo extremo están los comedores. Altas vigas de acero rematadas por placas onduladas y traslúcidas de color verde techaban aquel corredor que nos dirigía hacia los comedores y que muchos de nosotros recorríamos con no poca alegría. Recuerdo que me fascinaba la visión de las miles de partículas de polvo en suspensión que bailaban subiendo, bajando y girando en los rayos de sol que penetraban en el comedor mientras pensaba que  noviembre se iba agotando y que se acercaba diciembre, mes importantísimo para los chicos del internado. Es el mes de la Navidad, las primeras vacaciones tras la llegada al colegio en septiembre. Y ese anhelo de las vacaciones estaba envuelto por el aroma de las mandarinas. Ese olor ha quedado grabado en mi memoria como un feliz presagio del solsticio de invierno, de la llegada de la Navidad.

Apuro la quinta  copa  de vino de la comida y me da por pensar en que como siga poniéndome melancólico voy a tener que dejar el rioja  y pasarme a la puta coca cola de mis pecados. Aunque  bien pensado,   en lo tocante a Campillos no tiene mucho sentido ponerse melancólico y añorar una niñez o adolescencia perdidas porque allí  hice de todo menos perder mi niñez o adolescencia.  Mientras comía me ha venido a la mente ese recuerdo y sonrío al comprobar que siempre se cumple una máxima  en la que creo con firmeza  y de la que suelo hablar con frecuencia para martirizar a mis amistades:   si algo he podido comprobar con  el paso de los años, mientras la madurez se va adueñando  de mi vida, es que los hombres somos básicamente nuestros recuerdos. Crecemos con esos retazos de tiempo atrapados en nuestras mentes, asociados a estímulos externos,  mientras los pilares de nuestra vida se asientan sobre ellos hundiéndolos en la memoria. Creedme, nuestra vida se va construyendo  sobre nuestros recuerdos y se deja guiar por ellos. Imaginad. Sin recuerdos es como si no hubiéramos tenido vida, lo que le sucede a las personas  con la enfermedad de Alzheimer.

Es 24 de septiembre y estamos en Campillos, en el restaurante Yerbagüena,  (se escribe así, por favor no penséis que me ha dado por darle patadas al español) ya aclamado por algunos críticos como uno de los mejores de la provincia de Málaga. Es la segunda reunión que después de treinta años mantenemos mis compañeros de promoción, esta vez con la esperada presencia de algunos de nuestros profesores e inspectores. Permanezco en pie junto a una ventana del comedor a través de la cual se puede vislumbrar en la lejanía  la silueta del colegio nuevo. Sí, ya lo sé. Tiene treinta y tantos años pero para los que estudiamos antes en el viejo caserón destartalado de Extramuros  siempre será el colegio nuevo. Dejo la copa sobre una de las mesitas que el restaurante ha ido distribuyendo a lo largo del comedor que nos han preparado y miro a mi alrededor con curiosidad. Mis compañeros, los profes y los inspectores charlan animadamente en corrillos, algunos acompañados por sus esposas. Todos están bastante cambiados. Pero ahí siguen, después de seis lustros al igual que nuestro colegio. Aunque sus rasgos son diferentes, su forma de moverse, de hablar, sus tics y sus risas los delatan. Son ellos, en cierto modo  siguen siendo aquellos chavales con los que tanto pasé y con los que me formé en el colegio. No me canso de observarlos. Es  para mí un misterio (al menos en parte) el porqué de esta ansia de reunirnos, de seguir compartiendo algo que se interrumpió muchos años atrás y de cómo hemos retomado nuestra vieja amistad. O tal vez deba decir hermandad. Algunos de nosotros estuvimos juntos muchos años en el colegio.

Un camarero  me saca de mis pensamientos al ofrecerme   una bandeja llena de de una especie de pequeñas brochetas cuyo ingrediente principal parecen ser las anchoas.

-          ¿Qué es esto? – pregunto.

-          Brochetas de anchoas del cantábrico con fresas y albahaca – me responde el muchacho sonriendo.

Cojo una y  de inmediato me la como con mucha curiosidad. ¡Qué buena!. Vaya contraste de sabores tan interesante. Me encanta. Miro de nuevo alrededor y compruebo que todos los presentes están picoteando y comiendo con ganas entre risas y chismes. Aquí sí veo que hay un cambio de fondo con respecto a nuestra actitud. Cuando estábamos en el colegio no comíamos con tanta alegría. Con alegría me refiero al placer gastronómico en sí. El gozo de vivir, la alegría vital o como queráis llamarlo creo que es algo inherente a la edad infantil (a veces me veo a mí con mis amigos del cole como un montón de enanos inconscientes. ¡¡Bendita ignorancia!!). Aunque la comida fuera una porquería, los chavales éramos felices por el hecho de que llegara la hora del almuerzo. Era una especie de recreo ya que en la mesa comentábamos las anécdotas e historias que el día nos había deparado.  Desde un cuarto de hora antes de que tocara la sirena que marcaba el fin de las clases a las dos de la tarde ya estábamos mirando los relojes con ansiedad. En sexto de EGB de 13 a 14 horas nos daba clase de Lengua Española el Patineta. No era mal profesor,  aunque sí que  bastante pedante. Recuerdo que nunca nos tuteaba. Nos hablaba de usted con un desprecio que me dejaba perplejo. Y en cuanto se daba cuenta que nuestra atención estaba en nuestros relojes y no en sus objetos directos o indirectos (en aquella época todavía no se decía lo de complementos) sus adverbios, preposiciones o sustantivos se cogía unos cabreos de aúpa. Y cómo no, siempre estaba el alumno tocapelotas que cinco minutos antes de que tocara la sirena saltaba con la preguntita:

-          Don Fernando….que yo no entiendo eso……….

Y a los demás se nos llevaban los demonios. El otro día en Yerbagüena me lo recordaba mi querido Jerónimo y nos reíamos mucho señalando a alguno de los culpables que acudió a la reunión……En realidad muchos considerábamos la comida como un recreo más. El rito de las comidas. (en los internados toda la vida escolar se rige por una serie de ritos que supongo eran una forma de imponer la disciplina y que probablemente formaban parte del proceso de aprendizaje). Suena la sirena y una marea humana compuesta por cientos de chavales nos encaminamos a los comedores. Los patios huelen a cocido y a fritanga. Nos divertimos adivinando por el olor qué es lo que nos van  a servir ese día. Llegábamos al comedor, nos sentábamos, llenamos las jarras de agua en el grifo y  algunos comienzan  a idear cómo se van a deshacer de la comida que no les gustaba.

Salvo en dos o tres ocasiones, en los años que pasé en el colegio no se nos imponía   una bendición  u oración de la mesa  por parte de los jefes de estudio o de los inspectores. Y recuerdo que en esas contadas ocasiones fue don Federico quien se encargó de rezar algo (puede que un padrenuestro). Dio unas enérgicas palmadas para imponer silencio y después con ese ademán tan suyo de frotarse las manos mientras caminaba,  iba pasillo arriba, pasillo abajo (como la monja María en la canción de Cecilia) rezando  la oración de forma cadenciosa y monótona. En todo caso, una de las cosas que más he agradecido de mi formación en el colegio es el hecho de que a pesar de la dictadura y del nacional catolicismo reinante nunca se nos impusieron rezos o asistencias obligatorias  a actos religiosos (lo cual jodía infinitamente a don Francisco Barragán) Y eso, para alguien como yo que a pesar de ser muy niño venía de un colegio de curas que se encargaron de dinamitar las escasas convicciones religiosas que tenía, era algo muy de agradecer.

Eran mesas de  cuatro personas. Revestidas de formica. No teníamos manteles y las servilletas eran de papel. Los vasos y las jarras de agua eran metálicos. No había saleros, vinagreras o cualquier accesorio de mesa para condimentar la comida. Todo absolutamente espartano, cuartelero. Yo estaba convencido en aquella época de que aquella austeridad formaba parte de un plan para hacerme sentir que estaba allí  castigado por haber sido un cabroncete en mi antiguo colegio de curas agustinos (la madre que los parió). En fin………

Cuando llegábamos al comedor el primer plato estaba ya servido y por lo tanto frio e incomible. Pero te lo tenías que comer (o ingeniártelas para hacerlo desparecer) si no querías llevarte una bronca, un castigo o una torta de Juanito Macías que junto con el jefe de estudios de turno pululaba por allí siempre. Y yo, para ser sincero, me lo comía. La llegada del segundo plato era siempre esperada con ansiedad. Llegaban los segundos platos en grandes carritos metálicos con varios niveles empujados por dos camareras que nos iban retirando los platos vacios y nos reponían los segundos platos. Las marmotas. Así eran conocidas las camareras entre nosotros (crueldad infantil pura y dura). ¿Os acordáis de ellas y de cómo se nos iban los ojos tras sus traseros?  (y a algunos casi las manos también ). La fricción de las ruedas de los carritos  contra el suelo y  el tintineo de los platos transportados entre sí, hacían un peculiar ruido que prevalecía sobre nuestras conversaciones, el habitual ruido de fondo del comedor, un rumor sordo que, a veces, cuando en los carritos venía alguna comida nueva o algún “manjar” inesperado, subía de intensidad de tal forma que el jefe de estudios tenía que  dar unas voces para imponer silencio.

Pero, ¿era en realidad tan mala la comida en el colegio?. Supongo que no. No debía de ser muy distinta de la que servían en otros internados laicos (en los religiosos se pasaba mucha más hambre según me contaban algunos compañeros que habían estado en los salesianos, los carmelitas o en Campano) y por la cantidad de comida no podía haber quejas. Podías repetir tantas veces como quisieras con excepción del postre; una pieza de fruta (manzana, naranja o mandarina) por persona. Venía la fruta en unos fruteros de plástico redondos con cuatro piezas cada uno. Recuerdo una noche que después de la sopa me zampé siete platos de espaguetis. Y el otro día mi amigo y viejo compañero de fatigas campilleras Carlos Montero me recordó la noche en la que se comió más de 40 albóndigas. Pensé sonriendo “pero dónde coño metería aquel canijo pecoso que era Carlitos 40 (o más) albóndigas. “. Bendita niñez que te permitía ponerte morado de comer sin tener que asaltar a las 3 de la mañana el botiquín en busca de Almax o de sal de frutas.

Yo dividía la comida en tres categorías distintas. A saber.

-          Platos realmente asquerosos.

-          Platos que ni fu ni fa. Pasables o regulares.

-          Platos que me gustaban.

Categoría primera. Platos realmente asquerosos. Ya lo he comentado en otras ocasiones; soy comilón por vocación. O  por devoción. Pocas cosas hay en el mundo que me gusten tanto como comer y además soy muy poco melindroso. Y sin embargo en Campillos había una serie de platos que era incapaz de comer. Este sería el “top ten” de la asquerosidad culinaria de Campillos (desde mi particular punto de vista, estamos hablando de gustos):

-          En el número uno y con mucha diferencia respecto a los demás, la única comida que en mi vida me ha producido arcadas: la que llamábamos carne con chochitos. Una especie de carne grasienta que guisaban con esa pasta con forma de concha o de tubo torcido. ¡¡Qué asco!!

-          En el número dos las alcachofas de lata con mayonesa. Con ese plato que el otro día me recordó Juanjo Sánchez Calero lo tenía más fácil. Envolvía aquellas alcachofas cocidas y verdosas en una servilleta y luego las tiraba por encima de la tapia del colegio. Eso sí, me ponía morado de pan con mayonesa.

-          En el número tres la sopa. Mafalda una aficionada a mi lado en el tema del asco a la sopa. No es que estuviera mala, aparte del hecho de que estuviera siempre fría, es que la había aborrecido en mi primer curso en el colegio. Como relaté en el cuento dedicado a don Alejandro, al llegar al colegio con el curso ya empezado me sentaron con unos chicos mayores que yo (el grandote abusón de Córdoba y la maricona infecta de Puente Genil) que me echaban su sopa en mi plato. Hasta que un día pillaron al mayor echándome la sopa en el plato y se llevó una buena leche.

-          En el número cuatro el huevo frito de los domingos por la noche. Era todo blanco, duro, frio y aceitoso. No se veía la yema por ningún lado. Menos mal que ese día o veníamos de casa con alguna comida extra o había algún compañero piadoso que en los dormitorios nos daba algo de chacina recién traída de su casa. Nos subíamos pan del comedor y así matábamos el hambre.

-          En el número cinco la mortadela (era una especie de jamón de york de ínfima calidad) empanado y frito. Sin comentarios.

-          En el número seis la tortilla de patatas. Medio cruda y babosa siempre.

-          En el número siete el arroz imitando a paella de los viernes. Más que arroz parecía mezcla para ladrillos.

-          En el número ocho las judías con morcilla. Ya os hablé de este plato en otro relato. No quiero ni acordarme.

-          En el número nueve una especie de cuadraditos de pescado congelado rebozado que servían frito.

-          Y por fin en el número 10 el cocido. Siempre frío y con la superficie llena de gelatina inmunda.

Categoría segunda. Platos pasables o regulares. Había unos cuantos. Me vienen a la memoria las hamburguesas/albóndigas (no se sabía muy bien en qué categoría estaban) en salsa que tanto gustaban a mi amigo Carlitos. Le encantaban al tío. El pollo en salsa, la ensaladilla rusa, las croquetas con chorizo (yo cambiaba croquetas por chorizo y me hacía unos bocadillos que te cagas), los filetes de cerdo empanados, las asaduras,  la carne de cerdo al ajillo, las lentejas  etc.

Categoría tercera. Las cosas que realmente me gustaban. El magro con tomate. Muy rico. Las chuletas de cerdo a la plancha que comenzaron a servir allá por 1978. Recuerdo que los extractores del colegio nuevo daban al patio principal y cuando hacían las chuletas a la plancha su olor invadía las clases y no había quien se concentrara, profesores incluidos. Los espaguetis con tomate, el arroz a la cubana (con un huevo duro y mucha salsa de tomate). El atún de lata que servían con tomate, también muy rico para el gusto de los niños. Los filetes de ternera con patatas fritas de los domingos. Recuerdo que los viernes después del odioso arroz nos servían unos trozos de pescado frito con un trozo de limón. A partir del curso 75-76 los sustituyeron por chipirones fritos que me encantaban. Y el pan. Creo que base y sustento de nuestra dieta. No estaba nada mal aquel pan con el que suplíamos lo que no nos comíamos porque no nos gustaba. Con frecuencia íbamos a repetir pan en aquellas paneras de plástico circulares.

Los desayunos tampoco estaban mal. Café con leche (corría la leyenda  de que llevaba bromuro para mitigar nuestra fogosidad fruto de las hormonas de la adolescencia) y rebanadas de pan con mantequilla y mermelada algunos días, sobrasada otros, foie gras o crema de cacao, la célebre Nocilla que algunos mezclábamos con el café caliente. Los domingos chocolate y si la memoria no me falla, algunos domingos servía pan frito con el chocolate. Recuerdo que repetía café con leche todos los días. Con el frío que hacía por aquel entonces en Campillos, un par de tazones de café te entonaban. Cuando íbamos a repetir café llevábamos dos migas de pan para sostener la taza metálica con los dedos  y no quemarnos pues no tenían asa. A veces teníamos un tubo de leche condensada La Lechera (algo muy común y popular en el colegio) que añadíamos al café para hacerlo más rico. Y también teníamos merienda. Pero eso lo dejo para otro relato sobre las actividades en los patios del colegio.

Finalizaban la comida con una rápida revista por parte de los inspectores de las mesas. En una esquina tenías que poner todos los cubiertos y te los contaban para evitar que nos los lleváramos para jugar al pincho. El truco estaba en llevarte alguno de las mesas vecinas mientras íbamos saliendo. Menudos elementos que estábamos hechos.

La comida en Yebagüena también ha finalizado. Ha sido un derroche de exquisiteces. Comenzamos a retirarnos para poder descansar un rato antes de la cena en Antequera (otro atracón). En nuestras reuniones parece que queramos recuperar todo aquello que no comimos en Campillos durante nuestra niñez. Me acerco  un momento al colegio para resolver una última cuestión e instintivamente al salir del coche  inspiro profundamente el aire fresco del atardecer. Supongo que voy buscando el olor de la comida de la que me he estado acordando durante toda la tarde. Pero no detecto ningún olor. Olvidaba que en el colegio lo que hay ahora es un catering. Ya no huele ni a fritanga ni cocido ni a chuletas. Al igual que en otros ámbitos todo se ha vuelto bastante aséptico.

-No importa –me digo a mí mismo sonriendo. Esos olores permanecen en mi mente en forma de recuerdos pequeñitos. Pequeñitos  aunque importantes porque forman parte de mi vida. Soy afortunado porque de cuando en cuando puedo recuperarlos.

 

 

 

 

Fernando José García Echegoyen

 naufragios.es@gmail.com